miércoles, 23 de junio de 2010
La presión transformó el entorno en una nube confusa de pensamientos abstractos de la que no consiguió rescatar objeto válido. Las palabras caían deslizandose por los contornos del cuaderno no siendo lo suficientemente agradables como para merecer un lugar entre sus líneas. Trozos de lápiz se encontraban descansando en el suelo producto de las tantas veces que su punta cedió por ser aplastada con fuerza imprudente sobre el papel. Pero no consiguó cosa útil. El texto meta se hallaba un poco más lejos, durmiendo su supremacia sobre el escritorio. Que desesperante. Releyó aquel escrito y sonrió ante la belleza. El autor no lo hizo con intenciones de frustar la carrera litararia de su incógnita pupila. Pero de cualquier manera ocurrió. Terminó la lectura silenciosa. Y se enfrentó nuevamente a su neblina. ¿Por qué todas las buenas palabras ya estaban dichas? si al levantar una piedra aparecía una idea deslumbrante ya inventada por otro más adelantado. Las arenas decendían y cada vez quedaba menos tiempo en el reloj. Cada grano era una frase que se pronunciaba y escribia, y desde ese momento estaba vedado para los seres que buscan un nombre recordable entre los demás. Presión. No lograba rescatar escritos coherentes. Quería demostrar que lo hacía bien. No podía. Tiempo. Ya no quedaba. Entre más pasaba, más desgastadas estarían las oraciones. Y un papel en blanco. Incoherencia. Tiempo. Presión. Presión. Desesperada tomó un puñado de palabras y las arrojó sobre el papel. Sonrió irónicamente. En otras diez partes del mundo, un par de personas hacían lo mismo. Ni siquiera su frustración era única.
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